“Pater mincertum, mater certissima”
(“padre incierto, madre segurísima”)
(“padre incierto, madre segurísima”)
Si hay algo que ha preocupado durante milenios al macho de la especie humana, al punto de predisponerlo a tomar una serie de medidas legales, culturales, religiosas y sociales, ha sido el temor de no ser el padre de sus hijos.
Los griegos y los romanos, así como las religiones judeo - cristianas, entre otras, dieron total autoridad al padre sobre su esposa e hijos. Esto fue cambiando y en las últimas centurias en las que dicha autoridad se fue moderando hasta que en el siglo pasado quedó definitivamente cuestionada.
Ahora bien, se dan casos en los que existen padres que parecen que no tienen autoridad sobre su familia, y es que en necesario que la autoridad moral se la gane en base a dedicación y cariño, y no en base a leyes y costumbres – como las de antaño - que ponían en una línea a Dios, al rey y al padre, siendo este último el representante de los dos primeros. Pudiendo y debiendo castigar, aún con la muerte o el encierro, cualquier desobediencia.
Durante los primeros milenios de la civilización, abandonar a los hijos era una práctica común y la mortalidad infantil llegaba a índices muy altos. Los hijos, en aquellos tiempos, eran más bien una carga que muchos padres preferían entregar a las órdenes religiosas o a alguna familia pudiente, hasta que aparecieron los orfanatos, allí crecieron los que no murieron de hambre, frío o enfermedades que hacían fácil presea de esos niños.
Hasta el siglo XVIII para los bebés era más frecuente morir que vivir, esto fue cambiando rápidamente en los dos últimos siglos debido a ciertos avances en la higiene en la medicina y salubridad con la extensión de las redes de alcantarillado y redes de agua potable, así como también con la convocatoria a las madres que hizo Jean Jacques Rousseau en 1762.
Rousseau viendo la cantidad de niños que morían abandonados o que sufrían en manos nodrizas, proclamó a los cuatro vientos que las madres deberían permanecer al lado de sus hijos para amamantarlos y cuidarlos. No fue el único que habló y escribió sobre ese tema, pero fue el que más repercusión tuvo. Lo hizo como filósofo y como padre de varios hijos, a los que según parece, él mismo dejó al cuidado de la madre.
Si bien el mensaje tardó en llegar, poco a poco fue ganando adeptos. En realidad, era muy conveniente para todos. A la mujer le daba una misión clara y precisa sobre qué hacer en la vida: cuidar sus hijos. Incluso con ésta tarea hasta podía descuidar al marido.
El Estado solucionó de manera económica un problema que crecía diariamente: la enorme tasa de mortalidad infantil y los bajos índices de crecimiento poblacional que debilitaba a las nacientes naciones, las cuales necesitaban soldados para sus ejércitos y colonizadores para extender sus dominios en el mundo.
El padre quedó satisfecho por tener alguien de la familia que se encargue de su progenie, a menor precio y con mucho más cariño que las nodrizas. Esto constituyó, además, una manera de retener a la mujer en su casa. Si atender a los chicos implicaba que lo desatendiera e n algunas cosas a él no le importaba mucho. Además, le era fácil conseguir quién lo atendiera fuera – se dio una gran proliferación de prostíbulos durante los siglo XVIII y XIX.
Así salimos del siglo XVIII y atravesamos todo el siglo XIX, durante el cual la madre se hizo progresivamente cargo de sus hijos. Poco a poco se hizo menos frecuente abandonarlos o enviarlos con nodrizas que los criaran. El padre tenía autoridad absoluta sobre su esposa y sus hijos, pero de éstos no se ocupaba de manera directa ni cercana, al menos mientras los niños fueran pequeños.
Poco a poco, a partir de las medallas ganadas al lado de la cuna, la mujer fue subiendo su prestigio dentro de la sociedad. Ellas, que en algunas culturas eran igualadas con los animales o con los niños, que en muchos lados eran compradas y vendidas y cuya muerte o desaparición se consideraba menos preocupante que la de una vaca o de una yegua, se convirtieron progresivamente en el centro de la familia y de la sociedad.
Mientras más machista y patriarcal era una sociedad más veneraba a la madre. Toda la familia empezó a girar en torno a ella, las leyes la promovieron y protegieron, ante su palabra el hombre retrocedió y cual niño frente a su madre, fue cediendo autoridad, presencia y bienes.
Las mujeres ganaron un espacio diferente en el mundo y reclamaron ser tratadas en pie de igualdad. Curiosamente los movimientos feministas, que surgen el siglo pasado, renegaban de la posición de la mujer en el hogar a cargo de sus hijos. Sólo algunas fueron conscientes de que esa había sido la llave que le abrió la puerta del nuevo mundo: ser dueñas de los hijos las hizo indirectamente, dueñas de su propio destino.
Tras Rousseau, todas las ciencias de la salud argumentaron a favor de la madre como cuidadora de los hijos, aparecieron centenares de libros de puericultura con consejos y recomendaciones para las madres.
Desde el Estado, desde las religiones, desde la escuela (“mi mamá me mima, papá trabaja”), desde los consultorios médicos y desde el diván del psicoanalista, todos al unísono enviaron a la madre al lado de la cuna, de donde sólo podría salir minutos antes de convertirse en abuela y…sin alejarse mucho “porque se es madre para toda la vida”.
Ante esto, se inventó una herramienta tan eficaz como poco científica: “el instinto materno”. Las madres debían quedarse a cuidar a los hijos porque la naturaleza o Dios, las había dotado de un “instinto especial” para adaptarse a las necesidades de los niños. Fue la misma ciencia que en su intento de alejarnos de los animales, tras reconocer que en el ser humano no se puede hablar tan livianamente de instintos, suplantó ese concepto por el del “amor materno”; quién lo iba a negar, oponerse era levantarse contra su propia madre.
Y allí quedaron las mujeres encerradas en su casa cuidando a sus hijos, en silencio tratando de escuchar la voz de la naturaleza o de Dios, que les dijera qué hacer con su recién nacido. Por suerte, la voz de la experiencia, a través de sus madres y hermanas mayores o vecinas, la ayudaron un poco hasta que nació la puericultura, los neonatólogos y los pediatras. Estos últimos fueron los primeros en dudar del “instinto materno” a juzgar por la cantidad de visitas y llamadas telefónicas que le hacían las madres primerizas.
Los miedos y estados depresivos, que suelen tener las madres luego del nacimiento de su primer hijo, tampoco hablan muy a favor del “instinto materno”, ellos expresan más bien el sano temor de una persona frente a una responsabilidad para la cual no hay preparación alguna y frente a la cual la sociedad, incluido su marido, la suelen dejar sola en aras de que el “instinto” le dirá qué hacer. Por suerte estos conocimientos, a través de cursos, revistas, libros, películas y programas de radio y TV, hoy están al alcance de cualquiera.
* Adaptado del Libro Ser padres en el tercer milenio de Jorge Luis Ferrari (2007). Capítulo I
Los griegos y los romanos, así como las religiones judeo - cristianas, entre otras, dieron total autoridad al padre sobre su esposa e hijos. Esto fue cambiando y en las últimas centurias en las que dicha autoridad se fue moderando hasta que en el siglo pasado quedó definitivamente cuestionada.
Ahora bien, se dan casos en los que existen padres que parecen que no tienen autoridad sobre su familia, y es que en necesario que la autoridad moral se la gane en base a dedicación y cariño, y no en base a leyes y costumbres – como las de antaño - que ponían en una línea a Dios, al rey y al padre, siendo este último el representante de los dos primeros. Pudiendo y debiendo castigar, aún con la muerte o el encierro, cualquier desobediencia.
Durante los primeros milenios de la civilización, abandonar a los hijos era una práctica común y la mortalidad infantil llegaba a índices muy altos. Los hijos, en aquellos tiempos, eran más bien una carga que muchos padres preferían entregar a las órdenes religiosas o a alguna familia pudiente, hasta que aparecieron los orfanatos, allí crecieron los que no murieron de hambre, frío o enfermedades que hacían fácil presea de esos niños.
Hasta el siglo XVIII para los bebés era más frecuente morir que vivir, esto fue cambiando rápidamente en los dos últimos siglos debido a ciertos avances en la higiene en la medicina y salubridad con la extensión de las redes de alcantarillado y redes de agua potable, así como también con la convocatoria a las madres que hizo Jean Jacques Rousseau en 1762.
Rousseau viendo la cantidad de niños que morían abandonados o que sufrían en manos nodrizas, proclamó a los cuatro vientos que las madres deberían permanecer al lado de sus hijos para amamantarlos y cuidarlos. No fue el único que habló y escribió sobre ese tema, pero fue el que más repercusión tuvo. Lo hizo como filósofo y como padre de varios hijos, a los que según parece, él mismo dejó al cuidado de la madre.
Si bien el mensaje tardó en llegar, poco a poco fue ganando adeptos. En realidad, era muy conveniente para todos. A la mujer le daba una misión clara y precisa sobre qué hacer en la vida: cuidar sus hijos. Incluso con ésta tarea hasta podía descuidar al marido.
El Estado solucionó de manera económica un problema que crecía diariamente: la enorme tasa de mortalidad infantil y los bajos índices de crecimiento poblacional que debilitaba a las nacientes naciones, las cuales necesitaban soldados para sus ejércitos y colonizadores para extender sus dominios en el mundo.
El padre quedó satisfecho por tener alguien de la familia que se encargue de su progenie, a menor precio y con mucho más cariño que las nodrizas. Esto constituyó, además, una manera de retener a la mujer en su casa. Si atender a los chicos implicaba que lo desatendiera e n algunas cosas a él no le importaba mucho. Además, le era fácil conseguir quién lo atendiera fuera – se dio una gran proliferación de prostíbulos durante los siglo XVIII y XIX.
Así salimos del siglo XVIII y atravesamos todo el siglo XIX, durante el cual la madre se hizo progresivamente cargo de sus hijos. Poco a poco se hizo menos frecuente abandonarlos o enviarlos con nodrizas que los criaran. El padre tenía autoridad absoluta sobre su esposa y sus hijos, pero de éstos no se ocupaba de manera directa ni cercana, al menos mientras los niños fueran pequeños.
Poco a poco, a partir de las medallas ganadas al lado de la cuna, la mujer fue subiendo su prestigio dentro de la sociedad. Ellas, que en algunas culturas eran igualadas con los animales o con los niños, que en muchos lados eran compradas y vendidas y cuya muerte o desaparición se consideraba menos preocupante que la de una vaca o de una yegua, se convirtieron progresivamente en el centro de la familia y de la sociedad.
Mientras más machista y patriarcal era una sociedad más veneraba a la madre. Toda la familia empezó a girar en torno a ella, las leyes la promovieron y protegieron, ante su palabra el hombre retrocedió y cual niño frente a su madre, fue cediendo autoridad, presencia y bienes.
Las mujeres ganaron un espacio diferente en el mundo y reclamaron ser tratadas en pie de igualdad. Curiosamente los movimientos feministas, que surgen el siglo pasado, renegaban de la posición de la mujer en el hogar a cargo de sus hijos. Sólo algunas fueron conscientes de que esa había sido la llave que le abrió la puerta del nuevo mundo: ser dueñas de los hijos las hizo indirectamente, dueñas de su propio destino.
Tras Rousseau, todas las ciencias de la salud argumentaron a favor de la madre como cuidadora de los hijos, aparecieron centenares de libros de puericultura con consejos y recomendaciones para las madres.
Desde el Estado, desde las religiones, desde la escuela (“mi mamá me mima, papá trabaja”), desde los consultorios médicos y desde el diván del psicoanalista, todos al unísono enviaron a la madre al lado de la cuna, de donde sólo podría salir minutos antes de convertirse en abuela y…sin alejarse mucho “porque se es madre para toda la vida”.
Ante esto, se inventó una herramienta tan eficaz como poco científica: “el instinto materno”. Las madres debían quedarse a cuidar a los hijos porque la naturaleza o Dios, las había dotado de un “instinto especial” para adaptarse a las necesidades de los niños. Fue la misma ciencia que en su intento de alejarnos de los animales, tras reconocer que en el ser humano no se puede hablar tan livianamente de instintos, suplantó ese concepto por el del “amor materno”; quién lo iba a negar, oponerse era levantarse contra su propia madre.
Y allí quedaron las mujeres encerradas en su casa cuidando a sus hijos, en silencio tratando de escuchar la voz de la naturaleza o de Dios, que les dijera qué hacer con su recién nacido. Por suerte, la voz de la experiencia, a través de sus madres y hermanas mayores o vecinas, la ayudaron un poco hasta que nació la puericultura, los neonatólogos y los pediatras. Estos últimos fueron los primeros en dudar del “instinto materno” a juzgar por la cantidad de visitas y llamadas telefónicas que le hacían las madres primerizas.
Los miedos y estados depresivos, que suelen tener las madres luego del nacimiento de su primer hijo, tampoco hablan muy a favor del “instinto materno”, ellos expresan más bien el sano temor de una persona frente a una responsabilidad para la cual no hay preparación alguna y frente a la cual la sociedad, incluido su marido, la suelen dejar sola en aras de que el “instinto” le dirá qué hacer. Por suerte estos conocimientos, a través de cursos, revistas, libros, películas y programas de radio y TV, hoy están al alcance de cualquiera.
* Adaptado del Libro Ser padres en el tercer milenio de Jorge Luis Ferrari (2007). Capítulo I
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