domingo, 15 de marzo de 2009

¿Quién está viejo? ¿Yo? ¡NO!

A través de la historia de la humanidad ha habido numerosos intentos de clasificar el período vital de la vejez asociándolas con edades concretas.

Por ejemplo, para Pitágoras cada período vital duraba aproximadamente 20 años y se correspondía con cada una de las estaciones del año. Es así que, la infancia equivalía a la primavera (0 a 20 años), la adolescencia al verano (20 a 40 años), la juventud al otoño (40 a 60 años) y la vejez al invierno (60 a 80 años) (Granjel, 1996,15).

San Agustín, redujo las edades a seis y, al igual que Pitágoras, situaba el inicio de la vejez a los 60 años:“ Hay seis edades en la vida de un hombre: la de la cuna, la infancia, la adolescencia, la juventud, la edad madura y la vejez... Como la vejez comienza hacia los sesenta años y puede prolongarse hasta los ciento veinte, es evidente que puede ser ella sola tan larga como todas las demás juntas" (Granjel, 1996,18).

Shakespeare asemeja la vida con un drama en siete edades, en el que en la sexta ya se perfila la ancianidad y en la séptima ya está cercana "la escena final" (Hayflick, 1990). Siguiendo la división aristotélica en tres etapas: juventud, plenitud vital o acmé y vejez, algunos autores han dividido el curso de la vida en fases de incremento, estabilidad y decremento. Este es el caso de Miguel de Sabuco, quien, en el siglo XVI escribe: "Hay primero [en el vivir humano] extensión, aumento, espíritu emprendedor, incremento; luego, cierto período de estabilidad, y después de él, restricción, pérdida, retiro, decremento" (Granjel, 1996, 56).

Ortega y Gasset en “En torno a Galileo” se pronuncia acerca de la cuestión de la edad, a la que despoja de la importancia que se le confiere en la delimitación de las etapas del desarrollo vital. Para él, será la edad biográfica, definida por el curso personal que el sujeto traza en su quehacer cotidiano, la que defina la trayectoria vital de cada persona y, por lo tanto la que paute su devenir dentro del curso de su vida (Granjel, 1996, 62).

Esto se acerca más a una concepción dinámica del envejecimiento, en la que, en lugar de considerarse como una etapa temporalmente delimitada, se concibe como un proceso. Así, de acuerdo con esta perspectiva, es conveniente hablar de "envejecimiento" o "envejecer" en lugar de "vejez". Este último término no recoge el carácter esencialmente continuo y procesual de los primeros (Granjel, 1996).

Actualmente, la O.N.U. considera los 60 años como el inicio de la ancianidad, mientras que otras organizaciones, como la O.M.S. (Organización Mundial de la Salud) o la O.P.S. (Organización Panamericana de la Salud) lo establecen a partir de los 65 años. Este último límite, tan arbitrario como el primero, es el que ha sido comúnmente aceptado por las diferentes sociedades mundiales (ONU, 2002).

En estos tres casos, el comienzo del envejecimiento “se hace coincidir” con el cese generalizado de la actividad productiva. Esta rango de edad, entre los 60 y 65 años, no es más que un referente de la denominada edad social, la cual se define en función al conjunto de roles asumidos por la persona y que se hallan impregnados de expectativas de comportamiento (López, 1998).

Guillemard (1996) habla de la jubilación como la negación del derecho al trabajo, lo que hace que se plantee más como una obligación que como una opción social. La jubilación se traduce en un cambio radical en el estilo de vida, en una disminución considerable del poder adquisitivo, en la pérdida de los ambientes sociales en los que habitualmente se desenvuelve la persona, en la disminución de funciones y roles sociales, en la obligada reestructuración de su tiempo, etc.

Junto a esta edad social aparecen otras "edades" definidas en función a diversos criterios. Tal es el caso de la edad biológica, como estimación de la posición actual de la persona en relación a su potencial biológico. Probablemente, la medición de la edad biológica se debería acompañar con medidas de las capacidades funcionales de los sistemas orgánicos vitales que pueden limitarla. Una valoración de este tipo llevaría a la predicción de si el sujeto es más joven o más viejo que otros individuos de su misma edad cronológica, y de aquí, si tiene una expectativa de vida mayor o menor que éstos (Martínez, 1992).

En el programa Salud para Todos, la O.M.S. (2000), propuso que el envejecimiento podría definirse a partir de la edad en la que la esperanza de vida, libre de discapacidades, alcance un determinado número de años. Este concepto es paralelo a lo que se entiende por "edad funcional", la cual está determinada por la capacidad de adaptación del individuo a los requerimientos necesarios para desenvolverse de manera autónoma en la vida.

Todo lo anterior muestra la arbitrariedad que conlleva definir al proceso de envejecer como etapa del desarrollo humano. Sin embargo, de lo que sí se puede estar seguro es que en este proceso se producen una serie de cambios biológicos, psicológicos y sociales que demandan su abordaje multidisciplinar desde una concepción amplia de la Gerontología que abarque tanto la geriatría, dedicada al cuidado y tratamiento médico de las personas mayores, como la psicogerontología, centrada en el estudio de los comportamientos; y la gerontología social (Jiménez, 1995), en su análisis de los factores sociales y culturales que afectan al proceso de envejecimiento.

Éste procesos tiene que contemplarse a partir de su triple vertiente: (a) biológica, (b) psicológica y (c) social. Todos estos cambios biopsicosociales acontecen, se ven afectados y, por supuesto, influyen en las relaciones sociales que se establecen entre los miembros de una familia y de la sociedad.

Uno de los aspectos que afecta más claramente la forma en la que cada persona envejece es, sin lugar a dudas, la imagen social que se tiene del envejecimiento en la sociedad en la que vive. En este sentido, el significado de “envejecimiento” como constructo social no es nunca definitivo ni para la sociedad ni para el individuo. Esto puede plantear desequilibrios entre las dimensiones anteriormente vistas.

Así, una persona puede sentirse envejecer en función de las creencias personales que tenga acerca del envejecimiento y de la actitud que adopte frente a él. Si se considera la edad como una parte importante del autoconcepto, puede ocurrir que nuestra autoestima esté determinada por lo "viejos" o jóvenes que nos sintamos. En este sentido, las personas pueden evolucionar psicológicamente de una forma diferente (creciente) a la evolución (decreciente) de sus procesos biológicos. El enfoque psicosociológico de la teoría del desarrollo de Erikson es una buena muestra de ello (Tibbitts, 1960).

Finalmente, podemos ver como la jubilación ofrece una imagen ambigua que determina el envejecimiento como logro y, a la vez, como problema social. La dimensión de la jubilación debe de diferenciarse del concepto de envejecimiento como proceso multidimensional para evitar contradicciones entre el sujeto humano como ser social y como entidad psicobiológica (López, 1998).


Bibliografía
Guillemard, AM. (1996). Formation et crise d´une politique social: le cas de la politique de la vieillesse. Base de Datos: Sociologie du Travall 1996; 2:156-72.
López, JJ. (1998). La jubilación: Opción o imposición social. Revista Española de Investigaciones Sociológicas 1998; 60:91-126.
Martínez, M. (1992) Consideraciones sobre el abordaje psicosocial de la vejez. Apuntes de Psicología 1992; 34: 83-90.
Hayflick L. (1990). Aspectos actuales del envejecimiento normal y patológico. Madrid: ElaGranjel, LS. (1991). Historia de la vejez: Gerontología, gerocultura, geriatría. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.
Jiménez, F. (1995) Iniciación a la Geriatría y Gerontología. Madrid: Ferrer InternacionalTibbitts, C. (1960) Handbook of social gerontology: Societal aspects of aging. Chicago: University of Chicago Press.
United Nations Populations Division (2002). World Population Prospect: The 2000 Revision. O.N.U.

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